TRÊS COROAS, Brasil — La historia del tibetano Ogyen Shak, de 43 años, podría ser el guion de un documental o incluso de un libro, uno de esos que atraen la atención de principio a fin.
Shak ahora vive en el municipio de Três Coroas, en Río Grande del Sur, pero antes de llegar a Brasil, tuvo que huir de la invasión china a su país y vivir en el exilio durante unos años en India. La lucha y los desafíos que enfrentó lo llevaron a creer que todo es posible en la vida si uno tiene sueños.
Natural de la ciudad tibetana de Derge (o Dêgê), que en tibetano significa “Tierra de la Misericordia”, Shak es hijo de agricultores y vivió su infancia en las montañas. A los cinco años, el pequeño tibetano ya ayudaba a su madre, Sonam Tao, a ordeñar yaks para hacer mantequilla, que comían con tsampa, harina de cebada tradicional. Años más tarde, su padre, Tashi Choeyoung, se deshizo de su rebaño de yaks y comenzó a cultivar cebada.
“A los seis años me fui a vivir con mi tío, quien es un gran artista. Él me enseñó el gusto por el arte sacro tibetano. Desde pequeño siempre sentí un gran amor por el arte y pensaba diferente de los demás niños. No me gustaba estudiar”, dijo.
Vivió con su tío durante 10 años y aprendió a dibujar, pintar y trabajar con esculturas, artesanía y joyería. En ese momento también aprendió el gusto por el arte culinario, los sabores y aromas.
Durante la invasión china a Tíbet, en 1950, sus abuelos paternos fueron asesinados a tiros por soldados en su casa. Su padre decía que imperaba un gobierno de dictadura y que anhelaba dar a sus hijos una vida con derechos, libertad de expresión y bienestar.
Shak recuerda, como si lo viviera hoy, aquella cena en que su padre reunió a toda la familia para comer momos, que son pequeños bultos tibetanos al vapor con carne, patatas o verduras, y hacer el siguiente anuncio: “‘Ustedes, mis hijos, de ahora en adelante vivirán en India’. Después de eso, mi familia y yo emigramos a Lhasa, la capital de Tíbet. Viajamos en camión. En ese momento, yo tenía unos 16 años, y el viaje duró cerca de dos semanas. Vivimos allí un tiempo. Hacía arte para mantener a mi familia”, dijo.
Shak dijio que, la noche de la fuga, la familia se reunió debajo de un puente en Derge. En el lugar, había un camión que transportaría clandestinamente a unos 30 inmigrantes a Nepal, entre estos el adolescente Shak y sus hermanos menores Tashi, Kunga y Tsering.
“Hubo tres momentos que marcaron mi vida y que hasta hoy, cuando los recuerdo, me duele el pecho”, dijo.
Uno de ellos fue la despedida de mi padre y mi madre. Recuerdo que estaba feliz por el viaje. Siempre quise conocer el mundo, pero mientras el camión avanzaba, yo me separaba cada vez más de ellos. En ese momento sentí un gran dolor, el dolor de la despedida, de la distancia que nos separaba. Realmente parecía una escena de película. Nunca voy a olvidar ese dolor; fue un momento desgarrador; no sabía si algún día volvería a verlos”.
El camión llevó a los inmigrantes hasta un punto de acceso a la cordillera del Himalaya. Recorrimos el resto del trayecto a pie, en medio de las montañas heladas. El grupo de tibetanos, incluidos monjes y monjas, dormían durante el día, en medio de la nieve, y caminaban de noche. Así no despertaban la atención del ejército chino que vigilaba la región.
El invierno era duro y, durante el viaje de unos 30 días, Shak presenció la muerte de un niño. Este sería el segundo momento que marcó su vida. Nunca había visto a una persona morir, y menos a alguien tan indefenso.
Una monja acompañaba el grupo. “Ella, antes de morir, me dijo que llevaba consigo unas joyas escondidas en la costura de los pantalones. Las escondió por miedo de que los chinos se las robaran. Me pidió que se las entregase a Dalai Lama, y le pidiera que rezara por ella”.
En la travesía rumbo a Katmandú, en Nepal, Shak y sus compañeros tuvieron que quemar billetes para encender hogueras que los ayudaran a luchar contra el frío intenso de la cordillera.
Shak recuerda que este fue el tercer momento que no olvidaría. La travesía fue difícil, pero él creía en sus sueños y luchó para no morir en medio del frío intenso. Hacía de todo para que su cuerpo no se congelara; no tenía ropa adecuada, pero estaba seguro de querer vivir y conocer el mundo.
Sobrevivió y llegó con sus hermanos a la frontera con Nepal. Pero el repentino clima más templado significó fuertes dolores e inflamación en los brazos y las piernas.
“Empecé a tener gangrena. En Tíbet, el médico quería amputarme los brazos y las piernas. El gobierno no tenía dinero para tratar a los refugiados. Así que estuve hospitalizado más de un año”, dijo. Durante este período, sus hermanos ya habían sido trasladados a un campo de refugiados en India, y Shak se había quedado atrás.
El joven tibetano tuvo que someterse a varias cirugías. “Un estadounidense me ayudó y pagó todo mi tratamiento, pero me pidió no buscarlo. Hasta el día de hoy no lo conozco. No sé su nombre; no sé dónde vive, ni de dónde es. Tengo muchas ganas de conocerlo algún día y poder agradecerle personalmente por todo lo que hizo por mí, pero respeto su decisión”, dijo Shak.
En ese período de su vida, Shak perdió los dedos del pie izquierdo; le fueron amputados. Además de pagar todos los gastos del hospital, el protector lo alimentó durante su recuperación.
Después de un año y unos meses hospitalizado en Nepal, Shak fue dado de alta y continuó su viaje a Dharamsala, en el estado de Himachal Pradesh, en el norte de India, en las laderas del Himalaya. En la ciudad, aprendió inglés y tuvo la oportunidad de conocer al Dalai Lama y de reencontrarse con sus hermanos, quienes estaban albergados en un campo de refugiados. En Dharamsala, vivió ocho años y volvió a ver a sus padres. Pero su sueño no se detuvo ahí.
Vida en Brasil y casamiento
Shak llegó a Brasil en 2006, invitado por una brasileña que había conocido en India. Debido a sus cualidades artísticas, ella le pidió que le ayudara con la decoración de un templo tibetano en São Paulo. El artista aceptó la invitación y ayudó con la renovación de las pinturas tibetanas y la restauración del templo budista Zu Lai, en Cotia, una ciudad vecina. El templo es considerado el santuario budista más grande de América Latina. Shak entró a Brasil con una visa de religiosos.
En 2009, viajó a Três Coroas, en el sur de Brasil, donde se encuentra el templo budista Chagdud Gonpa Khadro Ling. Ahí, conoció a Adriana da Rocha, de Río Grande del Sur, con quien comenzó una relación.
“Drika”, como la llaman sus amigos, había vivido 14 años en este templo, aislada en la cima de la montaña en Três Coroas. Después de optar por salir del templo, da Rocha se casó con Shak.
El matrimonio evitó la deportación de Shak, ya que su visa no se renovaría.
Hoy, Shak no posee un pasaporte y no puede salir de Brasil, ni siquiera para visitar a sus padres. Es considerado una persona sin patria, debido a que Tíbet no es reconocido como país. Lucha incansablemente por obtener la ciudadanía brasileña y sueña con volver a ver a sus padres y su familia.
Da Rocha Shak, de 48 años, admitió que, al principio, la relación con Shak fue un poco difícil, a pesar de que ambos eran budistas. ”Te casas con alguien que no habla tu idioma, y tiene una cultura completamente diferente. Tuvimos algunos conflictos culturales y creo que incluso hoy los tenemos, ¿sabes? Imagina, yo pasé 14 años viviendo en el templo, al salir me casé con alguien de otra cultura, abrimos un restaurante. Son muchos desafíos”, dijo.
Hace 10 años la pareja decidió abrir el primer restaurante tibetano en Brasil, ubicado en el municipio de Três Coroas. El sitio está cerca del templo budista Khadro Ling. Shak realizó toda la decoración, siguiendo los cánones del arte sacro tibetano. El restaurante es un pedacito de Tíbet incrustado en tierras de Río Grande del Sur.
Shak transmite tranquilidad y alegría. Estos sentimientos permean sus platos, la atención a sus clientes y el ambiente de su restaurante. Dice apreciar las cosas simples de la vida; además, reutiliza todo lo que tiene a su alcance.
“Hoy, Espaço Tibet es más que un restaurante; es un espacio que da cuenta de una propuesta de vida, de mi vida. Es un sueño hecho realidad, porque amo mi país. En la vida, necesitamos conocer más culturas y, cuando sabemos más, podemos trabajar más nuestras emociones”, dijo.
(Editado por Melanie Slone y Gabriela Alejandra Olmos)
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